miércoles, diciembre 16, 2009

SOUTHAMPTON.



Las escaleras que llevaban a nuestra habitación.



Azul celeste, muy inglesa.



Una habitación para la televisión.



Llamando a la puerta.



Arriba nuestra calle, abajo la menda en el taxi envuelta a lo Doña Rogelia con mi bufanda, ande yo caliente...



Amaneció por decir algo, porque fue un amanecer oscuro. Llovía y el sol brillaba por su ausencia.

Desayunamos y nos embarcamos a la aventura de la búsqueda de nuestro destino, un pueblo del sur que se llama Southampton.

Autobus, trajín de maletas, estación, larga espera en la que aproveché para deleitarme en el placer de ver la vida discurrir por un rincón del mundo distinto del que normalmente me envuelve. Disfruto observando el ir y el venir de otras personas en otros lugares tan diferentes o no tanto, depende de los ojos con que se mire.

Llegó nuestro tren y subimos confiados. Doce vagones y escogimos uno al azar. Por fin sentimos calorcito y agradecí esa sensación intensa, casi de placer, al dar portazo tras de mí al frío que helaba mi cara en el andén. Estos contrastes son precisamente los que te permiten valorar lo que tienes cuando lo tienes, y lo que no tienes cuando lo deseas tener.

Menos mal que el inglés forma parte de nuestras vidas, menos mal, porque, ¿quién iba a pensarse que un tren se parte en dos a mitad del camino?.

Estaba preparada para mis dos horitas de viaje, encantada de la vida mirando paisajes por la ventana, con mi libreta de anotaciones al lado, "el bolígrafo de gel verde" también cerquita para seguir perdiéndome en la historia en cuanto se presentara la ocasión, y de repente, leemos en un cartelito que los cuatro primeros vagones se dirigen a Southampton y el resto, hasta el vagón doce, se van a donde Cristo perdió el gorro.

Empezó así, un largo peregrinaje por el interior del tren. No se me ocurría poner un pie en el vagón siguiente hasta que llegara mi Pedro cargado con la maleta de 24 kilos, no fuera a ser que en ese momento se partiera el tren y tú a Boston y yo a California.

Paró unos minutos en una estación, momento que aprovechamos para bajar y correr por el andén en busca del vagón número cuatro, ante la atónita mirada del revisor, que seguro que pensó que eramos dos tontos muy tontos, y es que un tren se hace muy largo cuando te anuncian que se parte en dos.

Y todo salió bien, nos dió tiempo, disfrutamos a través de la ventana de las verdes extensiones de terreno, de la preciosa panorámica de las aldeas con sus casas victorianas y sus castillos de película, de esos que tienen fantasmas. Los cuatro vagones llegaron a su destino y nosotros con ellos al nuestro.

Pedro se fue a informar de la ubicación de nuestro hogar inglés mientras que yo me quedé de guardaequipaje observando entretenida una discusión de los más variopinta, con el tono de voz elevado pero dentro de un control, con "sorries" y "thank yous" incluidos, "very polite", lo mismito que aquí.

Taxi, casa. Habitación en un altillo al final de unas empinadas escaleras que a mi me recordaban a las pelis de terror, y por fin, Southampton.

2 comentarios:

Perico dijo...

Rubia, con esa bufanda dentro del taxi pareces una famosilla :))))

Besets.

Lorena dijo...

¿Has visto chuli?